Antonella me contó que Borges decía que todo lo que le sucede al artista le ha sido dado para un fin, incluso las humillaciones —ese antiguo alimento de los héroes—: todo le es dado para ser aprovechado como material para su arte, para transmutar las circunstancias en cosas que quieren ser eternas.

Ese aparente azar de las cosas. Cuando comencé a pintar durante el verano toscano, había en el salón sólo un libro. Una vieja edición de la Divina Comedia. Tenía sentido, Dante mismo había estado aquí tras su exilio de Firenze (ciudad de donde venía la tela sobre la que yo mismo pintaría) a principios del s. XIV.

Encontré ahí una imagen familiar: una iluminación para un códice de la escuela de Reichenau. Códice que casualmente estaba a unas horas de acá, en la Biblioteca Quiriniana de Brescia. La imagen fue pintada en el siglo X, lejos de aquí, mientras se construía este salón, para ilustrar textos de Eusebio de Cesarea, que fueron escritos incluso varios siglos antes. Así surgió la idea de hacer esta versión en 2.5 metros.

Emilia @emilyinmaipu, quien cura con delicadeza la muestra de mis cuadros en su hogar @fincalacayetanamendoza, me hizo notar que las pinturas lidiaban con temas básicos de nuestra vida emocional. Creo, entonces, que esta también nos habla de recibir una mano salvadora cuando nos ahogamos, de ser rescatados.
